Las ciudades cuentan con espacios que bien
pueden encontrarse en las zonas rurales. Canchas de tejo, mini ranas, cantinas
rústicas, y demás espaicos de encuentro que dan cuenta de que la migración y adaptación al
trabajo fabril no implican el desarraigo total de las costumbres y prácticas
cohesionadoras de los migrantes. Existe una nostalgia por el pasado perdido, el campo añorado del que ya
no hace parte, bien por “decisión voluntaria” (bajas oportunidades laborales o educativas) o por desplazamiento forzado. Una vez, asentados en las ciudades, sus
hijos posiblemente no sientan esa ausencia por sus patrones de crianza. El
territorio, que es en sí mismo el escenario en el que confluyen las vivencias más
íntimas de una comunidad, se ha perdido aunque perdura en los pocos espacios verdes que ofrece la ciudad y los espacios de encuentro trasladados a los barrios receptores.
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